Antes de viajar hacia el encuentro, decidí cargar mi maleta de ilusión en
vez de expectativas. Decidí dejar un espacio para todo lo que trajera de allí,
y decidí aventurarme a vivir la misericordia de Dios, pues
FELIZ EL QUE VIVE Y ANUNCIA LA MISERICORDIA.
A las pocas horas de situarme en el colegio donde estábamos alojados, ya
sentía que aquel encuentro iba a ser algo muy especial: todos nos saludábamos
al cruzarnos por los pasillos, entablábamos conversaciones con gente de países
tan alejados al nuestro en cuestiones culturales como lo están en distancia, la
alegría fluía, la música, también. Las canciones dirigidas a Dios, entonadas
por cientos de personas, me ponían la piel de gallina, ¡aquello era tan grande!
Lo sentí como un hilo de comunicación directo con Él.
Una noche, pude ver en los ojos de un joven taiwanés a Dios. El joven
miraba con devoción al Santísimo el día de la vigilia. Allí, sentado en el
suelo, se iba acercando físicamente a Él, poco a poco; era como si sus pasos
siguieran el ritmo de su corazón y de su espíritu a medida que se iba fraguando
ese acercamiento con Dios Padre, misericordioso.
Sentí el amor del Padre en cada uno de los lazos que tendíamos a nuestros
hermanos de todo el mundo, durante las charlas en las comidas, en los momentos
de entretenimiento. Y es que, todos estábamos allí rodeados, abrazados, por un
lazo mayor que tenía (y tiene) su origen y final en Dios.
Porque por Él estábamos ahí.
Y abrimos nuestras puertas más íntimas a la misericordia de Dios. A su
perdón, a su amor. Y las sonrisas brillaban en nuestros rostros, a la vez que
lágrimas perlaban nuestras mejillas, de pura emoción.
Sabiendo que todo aquello era el inicio de algo grande.
Era Él mismo el que me decía que solo necesito confiar. Frente a una
ventana que se abre al mundo me decía, estando a mi lado:
“No tengas miedo de mis planes con tu hermosa vida; unos planes, unos
sueños que superan tus expectativas más grandes. No tengas miedo y lánzate a Mi
expectativa con tu vida.”
Y es que, queda mucho por hacer.
Porque las ilusiones vuelven renovadas, no queda sitio para el cansancio.
Tras ser testigos del Amor, de la misericordia de Dios, queda anunciarla. Y
es el momento.
Ana Fernández, estudiante de Medicina, 21 años.
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